Así cualquiera se vuelve loco comprando comida en la Venezuela de la hiperinflación y la cuarentena

Por José Antonio Bautista (KonZ).- En las últimas tres semanas no he encontrado galletas María-Puig en las estanterías. Y eso que el intento lo he hecho en 5 automercados que por suerte están cerca de casa. Hasta hace poco la tradicional presentación del tubo de 8 paqueticos lo vendía, inclusive, la bodega más humilde de Venezuela. El salto de precio no debe haber sido suficiente para estimular la producción. En octubre de 2019 costaba 20 mil bolívares y, ahora, el nuevo empaque de 6 paqueticos, ronda los 200 mil. Medio salario mínimo. Este es un dolor de cabeza.

Pero es que no solo las galletas María escasean o cambiaron de presentación. No ha pasado mucho tiempo cuando se compraban con cierta holgura, en una sola pieza, las ruedas de queso pecorino Toscano, Flor de Aragua, de más dos kilogramos. Y ahora que el precio pasa de los 3 millones de bolívares por kilo, lo que veo son presentaciones de 150 y 200 gramos y así, yo y el resto de la gente se lo piensa para comprarlas.

Los esquemas en el mercado de víveres han variado. Para consumidores y expendedores. El que va a comprar, al salir en la mañana con su lista de productos, ya lleva la incógnita de los precios con que se encontrará ese día. Deberá enfocarse en las prioridades previamente establecidas. Regularmente encabezan la lista los productos perecederos que deben reponerse periódicamente. Los vegetales, frutas, quesos y embutidos, pero sin dejar de prever aquellos que se conservan por más días y que se agotan en casa como la leche en polvo, harina de maíz y de trigo, enlatados, carnes y pastas. Debo decir que en mi hogar somos yo, mi esposa y tres niños que van camino de la adolescencia.

Al hacer este paneo mental, constatar los precios en sitio y contrastarlos con la disponibilidad de dinero, comienzan las ponderaciones de cómo cubrir la mayor cantidad de insumos. Entonces hay que reorganizar, sobre la marcha, las prioridades. Si el precio de alguno de los productos en la lista se sale de lo previsto, se recalcula, se reevalúa la estricta necesidad y se decide sacrificar a este u otro artículo.

Si preveía llevar una cantidad específica de un producto pero su precio descuadra, rebajo el peso para adecuarlo al dinero disponible. Es una tarea de planificación combinada con improvisación, aunque suene contradictorio, pues en el momento de decidir se reajustan los planes dependiendo de los precios y del presupuesto.

Un buen ejemplo es la compra del pollo. Cuando frente a la nevera del negocio observo que el precio de una bandeja de pechuga de 600 gramos equivale al de un pollo entero de casi dos kilogramos, me pongo a pensar y muchas veces prefiero pagar menos y asumir el esfuerzo de despiezar el ave en casa, con lo cual obtengo la ventaja de que quedan otras partes para hacer la sopa.

Si en la búsqueda estaba incluido algún pescado como el róbalo, hago todo el esfuerzo para conseguir la pieza completa, en vez de optar por el filete que ronda los 3,5 millones de bolívares por kilo.

Esos cálculos los hago en el sitio. Hay que meterle cabeza al enjambre de posibilidades que atañen a cada caso. El ingenio del consumidor tiene rienda suelta para descifrar la mejor combinación y en ese ejercicio entran en la balanza múltiples factores para tomar la decisión.

Pero estos factores cambian y varían de caso en caso. Aquí hay que tomar en cuenta otras variables. Quien puede llegar a pie a los locales de venta calcula distinto a quien está lejos de aquellos. El primero puede regresar cuando desee al local para reevaluar la situación. Pero el segundo no cuenta con ese lujo. Debe prepararse anticipadamente para hacer lo más provechoso posible la visita al mercado. Quiere que le alcancen por más tiempo los víveres para así evitarse viajes que le ameriten otros gastos.

Hasta hace poco, antes de la cuarentena y de la escasez de gasolina, podíamos comparar los precios de los productos y acudir a donde fuesen más atractivos para obtener algún tipo ahorro. Ahora, al salir un solo miembro de la familia, sin mucha información para comparar y con destino específico para no gastar más gasolina de la cuenta, se compra lo que se consigue, muchas veces de la marca y del precio que sea, ya que lo contrario implicaría repetir el viaje, lo que puede a la larga salir más costoso. De paso, si voy de un lugar a otro, entro en la paranoia de ver a cada rato la aguja que me dice cuánta gasolina me queda en el tanque.

Para el comerciante también ha habido cambios. Por ejemplo, hasta los perniles de cerdo han perdido su tradicional forma, no lucen como un pernil, ya que ahora se venden por partes, rebanados, para hacerlos más asequibles al público.

También los supermercados venden, por ejemplo, salchichas, (sin promocionar la marca), e infinidad de productos a granel. Artículos comestibles o de otra índole, pues si por un lado los consumidores buscan ahorro, por el otro los vendedores se idean formas para que su precios sean competitivos.

Todos sacan cuentas. Y estas aritméticas son diarias. Los pagos en los mercados resultan en sumas de millones de bolívares y con la dolarización de facto, todos calculan. Yo calculo. Y calculan los expendedores anticipándose al valor futuro de la divisa para poner el precio de venta en niveles que no resulten en pérdidas al momento de la reposición. Calcula mi vecina para sacarle el mejor provecho a las divisas destinadas al gasto.

Esta dinámica es constante y forma parte del mismo evento de hacer el mercado. De hecho, cuando entro al establecimiento lo primero que pregunto es el precio en el que el comerciante ese día acepta la divisa. No solo busco artículos que tengan algún descuento, sino que también tomo en consideración si el vendedor acepta un cambio de divisa que me convenga.

Y es que el venezolano común habla de inflación en dólares aunque los técnicos especializados afirman que ese término es incorrecto. Pero lo cierto es que los mismos dólares de hace 6 meses no compran la misma cantidad de bienes o servicios hoy en día, pues su nivel de apreciación frente al bolívar es más lento que la inflación.

En efecto, para seguir con el recuerdo de los precios de hace seis meses y precisando los productos más básicos, observo que un kilo de cambur que conseguía en el orden de los 10.000 bolívares, hoy pasa de los 100.000. La harina de maíz pre-cocida que costaba 40.000 bolívares el kilo, hoy está en el orden de los 200.000. La harina de trigo, que compraba en menos de 2.500 bolívares el kilo, hoy supera los 210.000. Y el kilogramo de leche en polvo que marcaba 300.000 bolívares ahora con casi 1,5 millones me lo puedo llevar.

Claro está, los precios varían, depende del local comercial, por lo que queda en manos del consumidor desplegar su mejor estrategia para una compra más eficiente.

Yo lo pienso y busco estirar el dinero. Más en esta época de recesión. En cualquier espacio u oportunidad se trata de practicar un ahorro. Muchos detergentes y productos de limpieza se venden sin el recipiente. Cada consumidor lleva el suyo vacío y compra el contenido ahorrándose ambas partes el valor del envase. Por eso en mi casa se ha dispuesto de un lugar para los potes vacíos que esperan ser, posiblemente, repostados en la próxima visita.

Para economizar la gasolina y evitarse el traslado, otros optan por contratar servicios de delivery para los artículos que puedan ser suministrados por esa vía. También, aunque pudiera ser marginal, últimamente los consumidores llevan desde sus hogares sus bolsas de mercado, de tela o saco, a los establecimientos comerciales, ya que las tradicionales bolsas plásticas antes suministradas por las cadenas de automercados sin costo adicional, están siendo cobradas por unidad. Con el equivalente del precio de una docena de bolsas puede fácilmente adquirirse una fruta o vegetal.

Todo esto, aunque aisladamente suene poco, a la larga suma mucho en el presupuesto familiar y es esa totalización la que acompaña la mente de los consumidores en cada una de sus visitas al mercado. Este resumen se lo hice anoche a mi mujer, después del cacerolazo.

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