Rogelio Núñez (ALnavío).- Brasil se ha convertido en la gran preocupación en América Latina y en el mundo al transformarse en epicentro de la pandemia y por la falta de certidumbres que trasmite el presidente Jair Bolsonaro enfrentado con sus propios ministros, con los partidos y las instituciones del Estado mientras que lanza mensajes contradictorios sobre cómo combatir el virus. De forma paralela, los rumores sobre un final anticipado de Bolsonaro se suceden y la pregunta es si sobrevivirá al coronavirus y a sí mismo. Por ahora, lo cierto es que todos los cimientos que lo sostenían han ido desapareciendo.
El electorado brasileño tomó un elevado riesgo en 2018. Apoyó en las elecciones presidenciales a un político periférico, Jair Bolsonaro, para gobernar el país. Eligió a un líder sin experiencia de gobierno, sin partido sólido detrás y poco dado a llegar a acuerdos. Más ducho en la pelea cuerpo a cuerpo, algo poco recomendable al no tener mayoría en el legislativo y ser el brasileño un sistema que necesita para gobernar la conformación de grandes coaliciones con partidos diversos y heterogéneos. La ciudadanía corrió ese riesgo por cuatro razones que le sirvieron a Bolsonaro para cimentar un éxito que, en 2020, luce como efímero:
En primer lugar, triunfó porque encarnaba mejor que nadie el rechazo a Lula, el lulismo y el PT que hegemonizaban la política brasileña desde 2003. Más que elegir a Bolsonaro se escogía a quien mejor encarnaba la contraimagen del expresidente y de toda una época (2003-2016).
En segundo lugar, su mensaje anticorrupción y anti-élite era el más creíble. Mucho más que el del resto de candidatos que podían captar el voto de centroderecha y derecha. Geraldo Alckmin, del PSDB -principal partido de la oposición-, era un político de toda la vida y de un partido al que le perseguía la sombra de la corrupción. Eso le impidió convertirse en el hombre llamado a encauzar el voto contrario a Fernando Haddad, el candidato del lulismo en 2018.
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