Pero el coronavirus, el tiempo de lectura, el inventario de “buenos libros” que le ayudaron a no suicidarse cuando descubrió que su padre estaba vivo “y me llevó a vivir con él y me hizo descubrir la soledad y el miedo”, son sólo una excusa para rendirle un sentido homenaje a quien le enseñó a leer en seis meses con rondas de alegría, cantando y bailando, repitiendo las lecciones, el abecedario y las conjugaciones. Lo cuenta Vargas Llosa en el más reciente artículo que publica cada 15 días en la prensa mundial.
Primero el aprendizaje y después el hábito de la lectura. Y con esta, dice, el ensanchamiento del mundo, que era muy chiquito en Cochabamba. Y todo por obra, paciencia y método, de aquel hombre, aquel maestro, aquel hermano, de “cabellos blancos y unos ojos dulces entrañables”.
El hermano Justiniano es el hombre. Es el maestro. “Era un ángel caído en tierra”. Le presentó a quienes iban a ser los compañeros, los amigos de clases. Eran los tiempos de Cochabamba en el colegio La Salle. Uno, dos, tres, varios amigos. Y entre todos, uno de nombre Mario Zapata, “el más querido”, el hijo del fotógrafo de la ciudad, el que documentaba las fiestas, los matrimonios, los cumpleaños, las primeras comuniones. A Mario Zapata, dice Vargas Llosa, “lo matarían de una puñalada tiempo después… Y como era el niño más pacífico del mundo, siempre he pensado que su horrible muerte fue por defender el honor de una muchacha”.